Foh! y Castleman Tour: Arte contemporáneo y Graffiti juntos en Granada

 
 
   Hoy en día siguen replanteándose las funciones del espacio público conforme a la remodelación que sufre la
misma ciudad como ente físico y humano. Bien es cierto que desde los años sesenta del pasado siglo se fueron gestando
diversos conjuntos de propuestas, a modo de contrarreacción a un modelo de ciudad que se iba configurando como
una mole cargada de polución, insensibilidad y agresividad, que condenaba al ser humano al aislamiento, la asfixia y la
fagocitación de sus ilusiones vitales. La ciudad contemporánea no era una ciudad feliz, era un criadero de dramas, un
monumento a la inhumanidad y la explotación canibal.
     
    La ciudad se configuraba como un hervidero de tensiones, cuyos frutos negativos padecía el ciudadano de a
pie. Por lo común, se derivaban de los intereses políticos o los intereses empresariales y su deficiente vertebración dentro
de una ética comunitaria y una cultura de la dignidad humana. Mientras unos respondían al interés por el control
social o la necesidad de una eficaz gestión administrativa de las actividades sociales, aunque fuese en menoscabo del
derecho de acción y expresión; otros se avivaban con un desarrollismo urbanístico que anteponía ciegamente el negocio
y la creciente explotación económica de la calle, todo ello en contra de un bienestar generado por la satisfacción de
las necesidades de habitabilidad y sociabilidad de sus pobladores. Cuando el poder económico y el político fracasaban,
se legitimaba el desarrollo de acciones populares que solventasen de forma espontánea sus omisiones o errores.
     
    Frente a la sordera a sus demandas o en contra de la ineficacia de sus políticas, sectores vecinales impulsaron
la búsqueda de medidas que contrarrestasen, compensasen o paliasen, incluso, que prefigurasen modelos alternativos
al modelo de vida impuesto y vigente. Por supuesto, los adolescentes eran una pieza crucial en esta dinámica de crítica
y redefinición social, cargando el peso de sus vitalidad y compromiso social sobre lo creativo y recreativo. Reflejándose
en la confrontación generacional, las tensiones entre modelos sociales.
     
    Las cadenas invisibles de la dinámica consumista o la expulsión de los espacios comunes de adultos, jóvenes y
niños se contestaban con la reivindicación de un uso y una vivencia de la calle libres, abiertos e integradores, que reflejasen
verdaderamente los valores de una sociedad democrática. El barrio o el vecindario se erigían en el epicentro del
alma urbana y exigían ser el eje de las dinámicas administrativas. La administración debía velar por la existencia de un
marco de oportunidades de desarrollo y autorrealización tanto en los centros urbanos como en las periferias. Y éste pasaba
por la inclusión, en la planificación física y vivencial de la ciudad, de sus habitantes, además de atender cierto tipo
de demandas ausentes habitualmente en el espectro de intereses materiales atendidos en los despachos y que involucra
el cultivo de una cultura local y popular.
     
    Cíclimamente, pese a la progresiva merma producida por la capitalización del espacio público o la inercia
totalitaria de unos sistemas políticos que temen a sus propios ciudadanos, recortando, castrando, encauzando o instrumentalizando
su iniciativa, cada nueva generación manifestaba su deseo de dejar huella y mejorar la habitabilidad de
las ciudades. Ya sea desde la esfera artística o desde la misma calle, asistimos a un surtido de reacciones individuales
o colectivas que nos recuerdan que el ser humano posee una creatividad y que esta creatividad tiene como principal
objetivo moldear el medio para hacerlo más próximo, más agradable, más nuestro, en proporción al deseo de reconocimiento
y cohesión comunitario. El ser humano no es un ser dócil, nacido para estarse quieto y aislado, sino que ansía
vivir en libertad, diálogo y concordia. La reconquista de la calle de manos del totalitarismo político y económico, o del
imperio de la criminalidad, para convertirlo en un espacio libre para transitar, libre para compartir, libre para intercambiar...
es una manifestación de ese espíritu democratizador. Con ello, se reclama la entidad gregaria de la sociedad y el
derecho a la participación en cooperación que siempre debería garantizar una sociedad que se declara democrática.
     
    El arte ha servido como aglutinante de este espíritu, con todo un conjunto de propuestas que procuran representar
cada una a su manera el usufructo vivencial de las ciudades, o sea, la plasmación física que supone el tesoro de
un conglomerado de huellas vividas que reflejen lo positivo de la convivencia intergeneracional y la coconstrucción y
transmisión de un legado común. Porque si hay alguna clase de déficit cultural en nuestra sociedad postdigital, ése es
el de rituales a pie de calle que logren reconocer el aspecto regenerador de lo conflictivo, el aspecto unificador de lo
plural, el aspecto enriquecedor de lo inmaterial, e identificarnos como miembros de una misma entidad territorial y
temporal, predestinada a la renovación y consagrada a la conciliación. No hace falta que sean actos festivos, actos masivos,
actos perennes, basta con su enunciado esporádico, fundido en lo cotidiano, brindado al transeunte ocasional o al
paisano arraigado. Es en la magia del arte diario y próximo donde se manifiesta el compromiso con la vida.
     
    El arte urbano ha recogido el testigo de otros precedentes culturales, subculturales o contraculturales nacidos
en la sociedad postindustrial, que combinaban creatividad e intervención en el espacio público. Sin duda, el papel
jugado por los escritores de graffiti es fundamental en este concierto, partiendo de valores como el hazlo-tú-mismo o el
hazlo-libre-hazlo-gratis resolvieron personalizar y embellecer sus entornos urbanos allí donde la tolerancia o el abandono
permitían y hasta impelían su afloramiento. Su fuerza radicaba en un compromiso que surgía de la imbricación
de su creatividad con la vitalidad, dando forma a una suerte de modo de vida o filosofía callejera.
     
    Sin duda, el Graffiti Movement es una pieza clave en la génesis y la articulación del nuevo arte urbano que vio
nacer el siglo XXI, cuyo interés era recuperar la ciudad como espacio de juego, pensamiento y emocionalidad, y reasignar
al arte el papel de revulsivo cultural y portavocía de lo silenciado. De su seno llegaron los más aventajados pioneros,
mentes inquietas, que eran capaces de desarrollar sus propuestas en un espacio cada vez más acotado y restringido, con
un ánimo lúdico, crítico o poético, abriéndose paso por los intersticios de una sociedad hiperregulada e hipermediatizada,
y apelando a la conciencia de las gentes, a su despertar como seres sociales activos.
     
    Por supuesto, en un sistema que obliga a ponerse precio para poder tener carta de naturaleza, parece necesario
profesionalizar una actividad que debería estar al alcance de todos o recontextualizar ciertos procesos dentro del
concierto institucional o comercial para ser aceptados. En sí, los poderes públicos se configuran como la salvaguarda de
la explotación comercial de este énfasis creativo e, incluso, asumen la potestad de mecenas públicos, pero esta inercia
ha de ser revertida o equilibrada, a través del mismo diálogo comprensivo que aboga la democracia. Emparejar profesionalización
con liberación de espacios públicos no puede tener otro resultado más que el enraizamiento y enrequecimiento
cultural, la normalización de lo excepcional, el ascenso de la cultura y su irrigación en lo cotidiano. La
artistificación de la sociedad se asocia a la recuperación por los poderes políticos de la labor de implementación de una
democracia vivencial, arraigada en un sustrato cultural que nutra ciudadanos maduros y conscientes que emprendan la
tarea de conocer a fondo su sociedad y al ser humano, para saber leer el mundo y la ciudad, facilitando la convivencia.
Estos actores deben vivir en un escenario donde la libertad de acción se normalice desde ese diálogo comprensivo entre
las partes y se vea proyectada simbólicamente en actividades artístico-culturales.
     
    La liberación real de ciertas áreas para toda clase de esparcimiento u ocio cultural es una tarea pendiente y más
aún, su consideración desde una perspectiva accesible, gratuita y espontánea. No obstante, hemos de estar alerta para
que esta pasión por la decoración gráfico-plástica de nuestras ciudades no se convierta en un mero ejercicio de maquillaje,
que no suponga algo más que una decoración de simbolice huecamente el desvelo público, que sea más bien una
invocación antes que una celebración. La garantía para que esto no se produzca radica en la conexión con los vecindarios,
en el diálogo vecinal, en la conversión de su ejecución en un acto público, con diferentes grados de participación,
abierto, festivo, estimulante en términos de consciencia ciudadana. La vivencia plena no es jamás derroche, es alegría
para el cuerpo, alimento para el alma y garantía de un mañana.

 Texto para el catálogo. Fernando Figueroa Saavedra

 

FERNANDO FIGUEROA SAAVEDRA

es Doctor en Historia del Arte e investigador independiente, ha desarrollado desde 1995 una amplia carrera vinculada
al estudio del Graffiti y el Arte Urbano. Es uno de los estudiosos más preocupados por la comprensión y divulgación del
Graffiti en el mundo hispánico, con una amplia labor como conferenciante. Su dilatada y polifacética formación (historiadora-
arqueóloga, gráfico-plástica, actoral-escénica, literaria y docente) le permiten interrelacionar y exponer eficientemente
diferentes aspectos de la cultura, abogando por el estudio integral de todas sus manifestaciones culturales,
incluso las de carácter marginal. Ha publicado artículos académicos y de divulgación, y varios libros colectivos
o propios:El grafiti de firma (2014), Firmas, muros y botes (coautor 2014), Lugares de represión, paisajes de la
memoria. La Cárcel de Carabanchel (colectivo 2013), Cultura en Vallecas 1950-2005 (colectivo 2007), Graphitfragen
(2006), El graffiti universitario (2004) o Madrid Graffiti (coautor 2002), entre otros.

 

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